jueves, 12 de agosto de 2010

"Loop" - Federico Tachella

Hoy es la mañana de domingo en que el mundo termina. Mi novia Luz me dejó por mi mejor amigo hace tres horas y mi hermano menor se habrá suicidado hace dos. Mamá está internada hace cuatro años, y creo que nadie tiene esperanzas de verla recuperada otra vez.
Todo lo que pasa, pasa alrededor mío y no me involucra. Pero una serie de cosas me hacen pensar un poco mejor en qué soy y que hago acá, y sobretodo hacia dónde debo ir. Creo que da igual, mientras sea lejos. Siento náuseas en el paladar y dentro del tabique. Capaz sea momento de ir a perderse a algún monte, o de creer en Dios. Lo único cierto es que estoy sentado en el piso de la cocina de mi casa en Neuquén, mirando hipnotizado la uña del dedo más grande de mi mano derecha. Quizás sea una mejor opción mirar el cactus, la curva que hace su brazo y pensar de dónde salen sus agujas, pero da igual. De todas formas, si tengo que ser sincero conmigo mismo, el deseo más grande que me queda es meter la cabeza en la licuadora, o golpearla contra la pared hasta perder la conciencia y la forma ovalada, o enceguecerme y mezclar la sangre de los ojos con agua de lágrima, o pedirle al carnicero de en frente que me deje ponerla en su máquina para cortar reses. No diría que es lo que merezco, porque no creo que nadie merezca lo que le toca, ni para bien ni para mal. Es simplemente una sugerencia del destino, o de la naturaleza misma.
Andar el mismo camino que mis dos hermanos menores es una alternativa que en un marco de carnaval ilógico suena lógica. Quedarse quieto viendo el cactus durante días hasta morir de hambre o sed, lo que primero venga. O está también la posibilidad de perder mucha sangre con un corte simple en el antebrazo, o en ambos antebrazos; o de caer con el coche directo al mar, en la zona rocosa. Nada me entusiasma demasiado, creo que prefiero quedarme aquí especulando, o tal vez es lo único que puedo hacer aunque no lo prefiera: mis piernas están ahí pero parecen haber perdido la conexión. Nunca voy a saber qué hacer, si siempre fui un cómplice y no un líder; siempre esperé desde el fondo. Esperé como haré ahora, hasta que algo me diga qué hacer; que me culpen de matar a mi hermano, que me acusen de negligente, de no cuidarlo y ser aunque menos, culpable al fin. Su cuerpo sigue tendido a mis espaldas, frente al cactus y creo que todavía está caliente.
Mi hermano Pedro. Es mi hermano menor más chico. Qué sensación deforme la de tenerlo quieto, muerto, atrás mío y que la de anoche haya sido nuestra última y final conversación. Creo que siempre tuve la impresión de que la que estaba teniendo sería la última, y no hace mucha diferencia en ese sentido. Quizás realmente esta vez haya participado, y la culpa sea mía. Eso al menos, ya que ayer me debería haber quedado en casa con él. Sabía que podía pasar, y hoy, ahora, aún desconocería que estoy solo otra vez, que quien yo creía un buen amigo me barrió como al polvo de un sótano mugriento; y estaría yendo a despertar a Pedro. No soy muy bueno para recordar acontecimientos, pero si no me equivoco, me dijo que sentía la necesidad de estar más cerca de Roberto, lo cual no tendría mucho sentido estando Roberto muerto. Pero Pedro siempre hizo y dijo cosas para captar la atención. Mía o la de quien fuera.
De todas formas hay veces que realmente creo que sus recurrentes visitas al cementerio, las salidas de todos los días a las nueve de la noche y las grabaciones que hacía para luego descifrar lo que nuestro hermano decía desde el más allá, no eran del todo mentira. O al menos no lo eran dentro de su corrompido croquis mental.
Entonces sí, definitivamente, esta vez sí. Es probable que deba hacer algo, que deba pararme, ir a denunciar algo, y ocuparme de que mamá no se entere, aunque sea hasta que esté mejor. Es normal que Pedro quiera estar cerca de Roberto físicamente también, y capaz enterrarlo junto a él sea algo que todavía puedo hacer por él. Algo mínimo, por lo menos ocuparme de eso. Entonces son dos cosas que debo hacer. Tres, primero pararme.
Hoy me llamaron dos o tres veces del trabajo, los lunes suele haber más computadoras para arreglar que los demás días. Sólo al ver que era el teléfono de ellos, ni siquiera amagué a atender, lo que de todos modos no me parece mal. Tampoco llamé a mamá, no creo que todavía pueda hablarle, decirle que todo está bien por acá y encima sonar convincente.

De repente ya es martes. Desde temprano me dediqué como una persona normal a arreglar la casa y a organizar los asuntos del entierro y de todo lo que pasó antes de ayer. Pedro y Roberto están en el mismo cementerio, “Rumalhue”, acá en San Martín. El único problema es que varios lotes cercanos al de Roberto estaban vendidos y a Pedro le conseguí uno a 40 metros. Vendí el sillón del living y si hubiera querido comprarle uno más cercano también debería haber vendido la cama; lo que ya resultaría demasiado raro en caso de que llegara a volver mamá. Además es suya; y la quiere. Espero que se puedan encontrar igual, ellos nacieron unidos por algo más allá de la sangre. Se van a encontrar. Pero mamá… Sé que mamá no va a volver, podría haber vendido la casa entera, y pedido que saquen el cajón vecino al de Roberto… Es bastante complejo para mí mismo tratar de entender qué es lo que estoy pensando, porque no tiene lógica y por lo tanto no existe. Pero es como si sintiese esta vez yo la necesidad de hablar una vez más con Pedro, y decirle algo importante. Cualquier cosa, pero que sea importante para él y entonces para mí. Le podría decir muchas cosas desde mi lugar de inferioridad. Es simple, él sabe igual que Roberto que yo conozco la verdad, que ellos nunca me terminaron de ver como la tercera parte, lo que en realidad nunca me preocupó demasiado, como nunca me preocupó ninguna otra cosa. Sería conmovedor que ahora me arrepienta si tuviera alguien para decírselo. Pero la única vida que queda adentro de esta casa además de la mía es la del cactus.
Todos mueren, alrededor mío mueren como manzanas que caen de los árboles, con esa misma diabólica frecuencia. Yo sigo viéndolo desde este lado, y creo que de esta manera paso a convertirme en la víctima, en el único que sufre. Quizás, al fin es lo que merezco. ¿Pero cuántos lo merecen más que yo?
Me serví un whisky viejo de dudosa calidad que desde que tengo recuerdo está en el bar del living. Con el vaso en la mano me dispuse a ojear el diario, para ver cuántas personas de igual apellido mueren en un mismo mes. Pensé que podría animarme de algún modo. Pero no sólo no encontré ninguna coincidencia, sino que la cantidad de muertes era muy inferior a la que hubiera esperado encontrar.
Me llamó la atención un clasificado rojo a la derecha de la lista de los fallecimientos. Hablaba de una mujer, una “médium” con capacidad de conectar personas vivas con personas muertas, que era de San Martín y que decía tener mucha experiencia. De alguna manera u otra me despertó y hasta pudo haberme causado simpatía. De todos modos, ya era tarde y milagrosamente me sentía cansado. Resolví tirarlo e irme a dormir después de tomar el último resto que quedaba en la botella.
No pasaron más de tres horas cuando me desperté con toda la superficie de mi cuerpo empapada, con un calor insoportable. Tampoco me es claro el hilo del sueño pero se trababa de tres vacas bastante macabras besándose con pasión. Como si de eso lo hubiera interpretado, me levanté inmediatamente y caminé con un apuro nervioso hasta el tacho de basura y busqué el aviso. Lo sostuve congelado durante un minuto entero, mirando cada detalle del pedazo de papel que vibraba de manera espástica en mi mano. Casi sin pensarlo busqué el teléfono y marqué el numero. Al fin, la madura y rasposa voz femenina que me atendió me calmó profundamente. Me dijo que afortunadamente no estaba durmiendo y me preguntó cuál era mi nombre. Quizás sin respondérselo, me apresuré y le pedí ir en ese mismo instante directo para allá. Ni siquiera se sorprendió y aceptó sin comentarios mi propuesta.
Unos minutos después estaba abriéndome la puerta. No vivía muy lejos de mi casa de San Martín, pero en un lugar mucho más tranquilo. Me hizo pasar. Era una mujer que parecía tener ascendencia inglesa. Mientras ordenaba la mesa me volvió a preguntar mi nombre, Julián Kammerath. Se quedó quieta por un segundo y luego suspiró como riéndose. Estuvo a punto de decir algo. Yo quise preguntar qué pasaba pero tardé un buen rato y antes de eso me pidió que le contase algo de mí. Me miró fijo y me sonrió de una manera tan cálida que comencé rápido por la historia de mi hermano más chico. Me pareció bien contarle desde un poco más atrás para que entendiera el contexto.
Habíamos ido unos cinco años atrás a Neuquén por un problema de adicción que había tenido Roberto, mamá había decidido ponerle un límite a su asunto trayéndolo a la ciudad que más conocía y donde ella había nacido para internarlo. Quiso que fueramos los tres, pero Pedro no había terminado el secundario y pidió quedarse allá para hacerlo. En realidad, creo que todos sabíamos que sólo podría ser por alguna novia, o por los amigos que arrastrase por aquellos días. A mí me daba igual, a Martín, mi padre, también y ella eligió.
Dos años después Roberto era otro hombre, tenía una banda que tocaba bastante y había logrado construir una imagen positiva de sí mismo por primera vez en mucho tiempo. Pedro terminó de cursar y vino unas vacaciones a quedarse con nosotros y con mamá, y una semana después pasó lo de Roberto. Tan simple y desconcertante como un accidente de ruta yendo en transporte público un domingo a la tarde. Un golpe muy fuerte para mí, para mamá, pero sobretodo para Pedro. Tenían una relación muy estrecha entre ellos y Roberto era una especie de superhéroe amigo y hasta paternal para él. Fue duro al punto de que nunca se recuperó del todo; y terminó con sus delirios suicidándose hace tres días.
Ana me escuchó en silencio y con un gesto comprensivo en su cuerpo, rostro y hasta en sus lentos movimientos. Me preguntó qué era concretamente lo que yo quería hacer. Le dije que tenía que hablar con Pedro, que de algún modo me tenía que disculpar y sacar el único zumbido que tenía en el cerebro, lo único que podía llegar a importarme. Asintió y pasó directamente a explicarme unos ejercicios de relajación previos, tomando a mis dos brazos de un modo casi imperceptiblemente para mí. Acompañó el movimiento durante una cantidad indefinida de tiempo hasta que me trajo una especie de té que me había preparado. Recién ahí me di cuenta de que había estado moviéndome sólo, casi dormido. Bebí y sentí algo extraño en el paladar y en el tabique, un líquido que ponía a mis músculos en paz pero a mi mente ansiosa y tensa. Me cerró los párpados con una pluma y apoyó sus dos manos completas sobre las mías. Sentí un contacto escalofriante hasta que Pedro rompió el silencio: “¿Qué pasa?¿Venís ahora Julián? Dejame. Quedate mirando el cactus. Quiero estar sólo. Anda a la casa de Luz a donde sea pero andate…”
El impacto fue como el de un tren atravesando una pared de piedra o como el de un taladro ingresando en mi vientre. Grité de manera animal y salí corriendo, para no parar hasta estar frente a casa. Con un grado de alteración desbordante, entré pidiendo perdón al aire, alternando susurros con gritos. Me acosté pero sólo pude dormir un largo tiempo después y de a ratos.
Cuando me desperté del todo deberían ser las diez u once de la mañana, y durante los primeros minutos me costó decidir si había soñado o no toda la cuestión de la médium. Comí una manzana y busqué de nuevo el aviso. Tenía que volver a llamarla, me mataban la curiosidad, la responsabilidad y el temor. Al mismo tiempo algo me hacía resistir y no animarme, pero de algún modo u otro terminé en su casa un rato más tarde.
Estuve exageradamente nervioso desde que llegué, aún más que la vez anterior. Naturalmente ella lo percibió y me explicó que deberíamos hacer una preparación más efectiva aún. Hizo que me acostara, masajeó con precisión mi cabeza, me trajo la taza y repitió el resto del ritual tal como la otra vez. Me estaba durmiendo cuando la voz de Pedro me preguntó cómo estaba mamá, si se había recuperado, si sabía lo que le había pasado a él. Comencé a temblar frenéticamente como si estuviera descompuesto, otra vez me encontré frente a una horrible coincidencia que no podía asimilar. Volví a deshacerme de ella y escapé corriendo, tanto como pude, por la puerta hasta llegar a casa.
A pesar de mis esfuerzos inhumanos, en esta oportunidad no pude dormir una sola milésima de segundo. Sentía que estaba conociendo la sensación del preso judío de la Alemania de 1940. No logré soportar tendido en la cama mucho más tiempo y fui al bar a buscar lo que fuese que quedase. Vodka, solo la mitad de la botella. Mientras bebía apurado fui a la habitación de Pedro y me senté en su cama. Todavía no la había vuelto a hacer y tenía la cabeza de mi hermano marcada en la almohada. Terminé de un trago lo que todavía me quedaba en el vaso y tuve la necesidad de dejar el cuarto. En el camino hacia la puerta, pasé la mirada por la mesa y un tono rojo me hizo detenerla. Era un rojo que me resultaba conocido, en un tamaño que también me parecía familiar. Me acerqué y lo tomé para acercarlo a mi ojos. Era el aviso de Ana. No entendí cómo había llegado ahí, no recordaba haber entrado en su habitación. Quise ir a fijarme a mi billetera para ver si mi recorte no estaba ahí pero me quedé dormido en el intento.
A las dos de la tarde me desperté por el hambre. Pensé en qué cocinar pero hacía semanas que no había nada en la heladera. Decidí salir y comer lo que fuera en donde fuera. Agarré mis cosas y me aseguré de que el aviso estuviera en mis bolsillos. Antes de las tres estaba en casa de Ana, que para mi sorpresa volvió a repetir su cálida y acogedora actitud: me recibió con otra sonrisa tranquilizadora y no hizo ningún comentario acerca de lo que había sucedido las últimas dos noches. Sin preguntarle me acosté y esperé ansioso. Estaba seguro de que esta vez podría hablar con él, explicarle ciertas cosas y limpiar mis pulmones. Pero la reacción fue la misma cuando mi hermano me habló de mamá y me repitió la pregunta que me había hecho antes. Nuevamente me vi temblando, con todo el rostro y el torso mojado, e insinué un movimiento para levantarme. Ana hizo fuerza para abajo desde sus hombros y luego siguió masajeando con una mano mis piernas y mi panza con la otra. Le respondí a mi hermano y me volvió a preguntar por Luz y por mi amigo. Le dije que esa misma noche me habían hecho saber que estaban juntos, que él todavía no había encontrado casa desde que había llegado a buscar trabajo a la ciudad. Me explicaron con tonos falsos, asquerosos, que mi relación con Luz estaba terminada, y que realmente lo sentían por mí.
A esa altura, Ana ya había paseado sus manos por mi cuerpo entero. Me sentía sin ropa, de hecho no comprendía si me la podría haber sacado o no. Hablaba de Luz, y una mujer me acariciaba incasablemente hasta hacerme doler. No era algo menor para mí, un hombre que no conoció con tal intimidad más que a tres mujeres en toda su vida. Sentía estridente cada vértice de mi piel, y paralelamente a la excitación seguía a la escucha de lo que Pedro me decía. Las yemas de sus dedos me cosquillearon la zona de mi cicatriz de apendicitis y fueron bajando como hormigas. Mientras, caía un líquido que probablemente fuera su saliva por el cuádriceps de una de mis piernas. Inmediatamente después rozó con su lengua muy mansamente toda la piel que encontró desde las rodillas hasta el ombligo. No entendí esta retorcida situación hasta que Luz estuvo dándome una enorme satisfacción sexual. O Ana. O Pedro. Estaba haciendo el amor con mi ex novia, o lo estaba haciendo con mi hermano muerto. La disyuntiva me paralizó en un repentino aullido atroz .
Me paré como pude y cuanto antes. Sin mirar a esa persona ni una sola vez salí corriendo. Y corrí desnudo todas esas cuadras a una velocidad imposible de contar. Llegué y seguí gritando desaforado; arrancando el empapelado del living con uñas y dientes, pateando con todo mi coraje al televisor, dando puñetazos a las ventanas y arrastrándome por el suelo escupiendo y estornudando. Lo demás no tiene sentido detallarlo.
Solamente pude volver a mí por completo unas cinco horas después. Y parcialmente. Me estaba recuperando a los tumbos de la peor borrachera que jamás había experimentado, un dilatado instante posterior al vómito más barroco que vieron mis ojos. Una vez de rodillas gateé hasta la mesa y apoyé mi espalda contra la pared. Traté de conjugar dos ideas. Lo único que había en mi cabeza era una violenta centrífuga descontrolada. Estiré el brazo, tanteando la madera y lo devolví a mi campo visual con un pequeño cuchillo de cocina bien sucio. Lo contemplé unos segundos mientras la baba se colaba entre mis labios y goteaba hacia el suelo. Giré mi antebrazo para disponer de la mayor cantidad de superficie en foco. Apoyé el metal como si fuera a untar alguna sustancia viscosa en la piel. Roberto y Pedro debían estar en la habitación mirándome. Mamá viva y nosotros tres muertos. Yo muerto, ella viva o yo vivo y ella muerta con ellos. Daba igual.

Pero no me animé. O decidí no hacerlo. La muerte y los muertos. Decorados de todos los últimos grandes recuerdos que tengo. Todo más de lo mismo. Yo adentro de esa bolsa debajo de la tierra. El único olor; el fango hastiado y hemorrágico. La tierra fría en los cuerpos de mis hermanos, mi piel blanca congelando a los gusanos. Toda esta sucesión de diapositivas mentales me provocó unas nuevas ganas de vomitar lo que ya no tenía sobre mis pies. Una molestia física no muy nueva pero en cantidades estremecedoras.
Aún así, saturarme de asco me hizo dar el salto un escalón para arriba y ver la primera oportunidad de salir por el último resquicio de luz. Sacar la cabeza del balde de barro de estanque en que estaba. Y respirar y darme cuenta de que mi única verdadera escapatoria era justamente no morir. Mantenerme lo más alejado posible de ella, pero sobretodo de mí mismo; y al mismo tiempo. Cambiar mi rostro, mi memoria, mi lugar, mi humanidad entera. Como si nada, me paré por una tracción de inercia externa a mi voluntad consciente. Me dispuse a caminar derecho, sin pensar y sin posar la vista en ninguna forma que tuviera sentido. En fin, era sólo una idea nomás.

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Comisión 60
2009

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