jueves, 12 de agosto de 2010

"Deja Vu" - Brenda Salva

Soñar es una de esas cosas que casi no tienen explicación. Es buscar el sentido a las imágenes que aparecen soñadas, y tan reales que asustan.
He caminado por la Ciudad y he visto un local de lotería en el se mostraba un cartel explicando que significado tenían los sueños, o mejor dicho las imágenes proyectadas. Después vi. el significado de los números, me pareció ridículo. Iba cruzando la Avenida cuando un brillo en el cemento despertó mi curiosidad. Me agache tratando de descubrir de qué se trataba. No pude despegar “eso” del suelo. Luego, solo tengo imágenes del momento en el que abrí los ojos y me encontré con un tierno doctor que decía que iba a recuperarme y caminará pronto.
La mala suerte de perseguir la luz o un extraño brillo en la calle. Estupida de mí. Me atropello un auto, muy maldito y yo muy inconciente. Todas las noches siguientes a esa sufría de agobiantes jaquecas y consumía esa conocida droga ansiolítica y anti depresiva llamada Rivotril, para relajarme y caer dormida.
Caer dormida artificialmente. No solo mi pierna era invención de la tecnología médica, sino que mi sueño también lo era.
Poco tiempo después, y con mucho esfuerzo y determinación, comencé a caminar. Pero mis noches, una seguida de otra, seguían siendo un calvario. Cada día más empestillada, con cientos de recetas por comprar, cada vez más ojerosa, con cajas de Citalopram , Etoperidona, escitalopram, fluoxetina, zimelidina y otros que en la mesita de luz ya no cabían.
Sentía que la noche era una enemiga íntima y sin escapatoria. Tarde o temprano llegaba y nos enfrentábamos. Una noche me dejé vencer y cerré los ojos sin consumir ni una sola píldora. Me dejé sumergir en la oscuridad de mi habitación, en el sonido del segundero del reloj, en el agua goteando de la cocina, es un aullido proveniente de las afueras, en mi propia y agitada respiración. Eso me alteraba, transpiraban mis manos, saltaba mi corazón, daba mil vueltas en la cama antes de encontrar la posición más cómoda. Aun tenia esa molesta venda que rodeaba mi pierna.
Poco a poco, y casi mágicamente, comencé a caer en un lento y tenue relax. De a poco comencé a percibir menos sonidos. Recordé una canción, una dulce pero melancólica melodía, respire profundo con el placer de entregarme a mi almohada. Cerré los ojos. Me vi en una tarde soleada sentada en una plaza, hablando con Carla, yo con la pierna vendada, ella llorando por una discusión con el lacra del novio, palomas molestando y un poco de sol. Fue tan real, que esa mañana desperté con la sensación del calor en mi piel a causa de ese sol de la tarde.
Poco después de las 10 AM, tomando mi café doble con edulcorante, sonó el teléfono. Rengueando llegue a el. Era Carla, desesperadamente triste. Nos vimos esa tarde soleada en la plaza. Mientras hablábamos de la pelea con su novio, mi mente viajo a la noche anterior, donde había soñado exactamente ese momento tan trivial. Sabiendo que no estaba prestándole atención, le sugerir volver a casa. Ese camino de vuelta, me hizo pensar que quizás no haya sido buena idea dormir por mi cuenta sin inducción de mis somníferos artificiales.
La noche volvió a caer. Volví en caer en la tentación de dormir sin pastillas. Menos incomoda que la noche anterior, dejé prendido un velador y lentamente caí en el sueño. Esa vez recuerdo haber soñado con mi perro jugando en la vereda, mientras yo abría un desconocido viejo libro cubierto de polvo. Paso siguiente, me levantaba a tirarle la pelota, y en eso Firulais corría en su búsqueda sin regresar jamás de la vuelta de la esquina.
Desperté acongojada, molesta. Pero mi raciocinio pretendía desprenderme de esa sensación extraña de un falaz sueño. Una vez podría haber sido lo raro, ya dos veces era un abuso hacia mi integridad mental.
Ese día me visito mamá, venia contenta, había encontrado una de las obras del abuelo escondida en el sótano. Era su diario intimo, tamaño libro, viejo y desconocido para mi. Ya el frío que cruzaba mi columna era llamativo. Los ojos de mama emocionados, por un momento hicieron que olvide la terrible similitud de la realidad con mi sueño. Fui a despedirla a la puerta y Firulais, como es de costumbre, también me acompañó. Teníamos la misma pelota roja de toda su vida, quería jugar. Antes de lanzarla, algo me detuvo, y fue ese maldito sueño en el que se recreaban las imágenes del día transcurrido. No pude evitar resistir el desafío a esa realidad paralela, lance la pelota. Observe al perro correr tras ella. Desapareció doblando a la esquina. No regresó más.
Muy alterada como para tratar de conciliar el sueño por mi cuenta, esa noche tome quizás mas de lo debido. Quería dormir inducida por alguna droga que me tumbe y no me deje soñar nada más. Dos noches seguidas de efectos colaterales por querer dejar de drogarme. Dos noches prediciendo futuros nefastos. Una amiga rompiendo una relación de una década, mi mascota desaparecida que ni mis gritos volvieron a traer. ¿Qué más me depararía esa noche? ¿Qué otro suceso volvería a soñar para convertirlo en realidad? ¿Qué estaba pasándome? Mientras me cuestionaba esto y más, sin querer y por efecto de las pastillas, quedé totalmente dormida. Ví un reloj marcando las 9.05 AM, una cortina moviéndose lentamente por la brisa de esa primavera, mis pantuflas a los pies de la cama y un velador prendido. Desperté con temor de abrir los ojos, con temor de observar detalladamente todo lo que mi mente había recreado en la noche. Me costo levantar cada parpado, con la necesidad y obligación de levantarme al baño. Los abrí. Vi un reloj marcando las 9.05 AM, una cortina moviéndose lentamente por la brisa de esa primavera, mis pantuflas a los pies de la cama y un velador prendido. ¿Por qué otra vez? Me levanté enojada. Casi frustrada. Impotente. No me puse las pantuflas. Rengueé hasta el baño. El enojo no hizo que me percatara que esa noche había dejado el agua corriendo del baño. Estaba casi inundado. Resbale. Me sostuve del lava manos. Agitada y al borde del llanto, me reincorpore conciente de que podría haber muerto esa mañana por una estupidez mía.
No almorcé, no merendé. No atendí el teléfono. No abrí la puerta. No hice nada ese día. Estaba conmocionada. Y más aun, esa noche solo soñé una mañana. Solo detalles. Pero ninguna imagen más del resto del día. Casi muero. Casi muero por ese piso mojado y descalza. Casi muero y el sueño no me lo mostró. Podía haber tomado recaudos. Pero.
Eran las 2 AM, aun daba vueltas en mi cama. Había tirado por el inodoro, todas las pastillas. No quería que se entrometieran en mis visiones. Algo de esto podía salvarme la vida. 4 AM vi por última vez el reloj. Me vi levantándome a las 11 AM, me cambiaba en la habitación. Jeans rotos, las Nike de siempre y una remera blanca. Abría la ventana, apagaba el velador, y me dirigía a la cocina. Prendía la ornalla, chiflaba la pava y preparaba mi café con edulcorante. Sonaba el teléfono, atendía, era mamá contándome de algo que había encontrado.

Ese día llegue a casa. No ladró el perro. No atendió la puerta. Llamé a un vecino y tiramos la puerta. La casa estaba toda inundada. Alguien había dejado la canilla abierta del baño. Corrí por el pasillo hacia la habitación de Marilina, estaba todo cerrado, un velador prendido, pastillas por todos lados, un Jean y una remera doblada cuidadosamente al pie de la cama. Y mi hija tirada boca abajo en el medio de la habitación. Tal vez no pudo soportar tantas noches sin dormir después de ese tremendo accidente sin sentido.

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Comisión 60
2009

"Loop" - Federico Tachella

Hoy es la mañana de domingo en que el mundo termina. Mi novia Luz me dejó por mi mejor amigo hace tres horas y mi hermano menor se habrá suicidado hace dos. Mamá está internada hace cuatro años, y creo que nadie tiene esperanzas de verla recuperada otra vez.
Todo lo que pasa, pasa alrededor mío y no me involucra. Pero una serie de cosas me hacen pensar un poco mejor en qué soy y que hago acá, y sobretodo hacia dónde debo ir. Creo que da igual, mientras sea lejos. Siento náuseas en el paladar y dentro del tabique. Capaz sea momento de ir a perderse a algún monte, o de creer en Dios. Lo único cierto es que estoy sentado en el piso de la cocina de mi casa en Neuquén, mirando hipnotizado la uña del dedo más grande de mi mano derecha. Quizás sea una mejor opción mirar el cactus, la curva que hace su brazo y pensar de dónde salen sus agujas, pero da igual. De todas formas, si tengo que ser sincero conmigo mismo, el deseo más grande que me queda es meter la cabeza en la licuadora, o golpearla contra la pared hasta perder la conciencia y la forma ovalada, o enceguecerme y mezclar la sangre de los ojos con agua de lágrima, o pedirle al carnicero de en frente que me deje ponerla en su máquina para cortar reses. No diría que es lo que merezco, porque no creo que nadie merezca lo que le toca, ni para bien ni para mal. Es simplemente una sugerencia del destino, o de la naturaleza misma.
Andar el mismo camino que mis dos hermanos menores es una alternativa que en un marco de carnaval ilógico suena lógica. Quedarse quieto viendo el cactus durante días hasta morir de hambre o sed, lo que primero venga. O está también la posibilidad de perder mucha sangre con un corte simple en el antebrazo, o en ambos antebrazos; o de caer con el coche directo al mar, en la zona rocosa. Nada me entusiasma demasiado, creo que prefiero quedarme aquí especulando, o tal vez es lo único que puedo hacer aunque no lo prefiera: mis piernas están ahí pero parecen haber perdido la conexión. Nunca voy a saber qué hacer, si siempre fui un cómplice y no un líder; siempre esperé desde el fondo. Esperé como haré ahora, hasta que algo me diga qué hacer; que me culpen de matar a mi hermano, que me acusen de negligente, de no cuidarlo y ser aunque menos, culpable al fin. Su cuerpo sigue tendido a mis espaldas, frente al cactus y creo que todavía está caliente.
Mi hermano Pedro. Es mi hermano menor más chico. Qué sensación deforme la de tenerlo quieto, muerto, atrás mío y que la de anoche haya sido nuestra última y final conversación. Creo que siempre tuve la impresión de que la que estaba teniendo sería la última, y no hace mucha diferencia en ese sentido. Quizás realmente esta vez haya participado, y la culpa sea mía. Eso al menos, ya que ayer me debería haber quedado en casa con él. Sabía que podía pasar, y hoy, ahora, aún desconocería que estoy solo otra vez, que quien yo creía un buen amigo me barrió como al polvo de un sótano mugriento; y estaría yendo a despertar a Pedro. No soy muy bueno para recordar acontecimientos, pero si no me equivoco, me dijo que sentía la necesidad de estar más cerca de Roberto, lo cual no tendría mucho sentido estando Roberto muerto. Pero Pedro siempre hizo y dijo cosas para captar la atención. Mía o la de quien fuera.
De todas formas hay veces que realmente creo que sus recurrentes visitas al cementerio, las salidas de todos los días a las nueve de la noche y las grabaciones que hacía para luego descifrar lo que nuestro hermano decía desde el más allá, no eran del todo mentira. O al menos no lo eran dentro de su corrompido croquis mental.
Entonces sí, definitivamente, esta vez sí. Es probable que deba hacer algo, que deba pararme, ir a denunciar algo, y ocuparme de que mamá no se entere, aunque sea hasta que esté mejor. Es normal que Pedro quiera estar cerca de Roberto físicamente también, y capaz enterrarlo junto a él sea algo que todavía puedo hacer por él. Algo mínimo, por lo menos ocuparme de eso. Entonces son dos cosas que debo hacer. Tres, primero pararme.
Hoy me llamaron dos o tres veces del trabajo, los lunes suele haber más computadoras para arreglar que los demás días. Sólo al ver que era el teléfono de ellos, ni siquiera amagué a atender, lo que de todos modos no me parece mal. Tampoco llamé a mamá, no creo que todavía pueda hablarle, decirle que todo está bien por acá y encima sonar convincente.

De repente ya es martes. Desde temprano me dediqué como una persona normal a arreglar la casa y a organizar los asuntos del entierro y de todo lo que pasó antes de ayer. Pedro y Roberto están en el mismo cementerio, “Rumalhue”, acá en San Martín. El único problema es que varios lotes cercanos al de Roberto estaban vendidos y a Pedro le conseguí uno a 40 metros. Vendí el sillón del living y si hubiera querido comprarle uno más cercano también debería haber vendido la cama; lo que ya resultaría demasiado raro en caso de que llegara a volver mamá. Además es suya; y la quiere. Espero que se puedan encontrar igual, ellos nacieron unidos por algo más allá de la sangre. Se van a encontrar. Pero mamá… Sé que mamá no va a volver, podría haber vendido la casa entera, y pedido que saquen el cajón vecino al de Roberto… Es bastante complejo para mí mismo tratar de entender qué es lo que estoy pensando, porque no tiene lógica y por lo tanto no existe. Pero es como si sintiese esta vez yo la necesidad de hablar una vez más con Pedro, y decirle algo importante. Cualquier cosa, pero que sea importante para él y entonces para mí. Le podría decir muchas cosas desde mi lugar de inferioridad. Es simple, él sabe igual que Roberto que yo conozco la verdad, que ellos nunca me terminaron de ver como la tercera parte, lo que en realidad nunca me preocupó demasiado, como nunca me preocupó ninguna otra cosa. Sería conmovedor que ahora me arrepienta si tuviera alguien para decírselo. Pero la única vida que queda adentro de esta casa además de la mía es la del cactus.
Todos mueren, alrededor mío mueren como manzanas que caen de los árboles, con esa misma diabólica frecuencia. Yo sigo viéndolo desde este lado, y creo que de esta manera paso a convertirme en la víctima, en el único que sufre. Quizás, al fin es lo que merezco. ¿Pero cuántos lo merecen más que yo?
Me serví un whisky viejo de dudosa calidad que desde que tengo recuerdo está en el bar del living. Con el vaso en la mano me dispuse a ojear el diario, para ver cuántas personas de igual apellido mueren en un mismo mes. Pensé que podría animarme de algún modo. Pero no sólo no encontré ninguna coincidencia, sino que la cantidad de muertes era muy inferior a la que hubiera esperado encontrar.
Me llamó la atención un clasificado rojo a la derecha de la lista de los fallecimientos. Hablaba de una mujer, una “médium” con capacidad de conectar personas vivas con personas muertas, que era de San Martín y que decía tener mucha experiencia. De alguna manera u otra me despertó y hasta pudo haberme causado simpatía. De todos modos, ya era tarde y milagrosamente me sentía cansado. Resolví tirarlo e irme a dormir después de tomar el último resto que quedaba en la botella.
No pasaron más de tres horas cuando me desperté con toda la superficie de mi cuerpo empapada, con un calor insoportable. Tampoco me es claro el hilo del sueño pero se trababa de tres vacas bastante macabras besándose con pasión. Como si de eso lo hubiera interpretado, me levanté inmediatamente y caminé con un apuro nervioso hasta el tacho de basura y busqué el aviso. Lo sostuve congelado durante un minuto entero, mirando cada detalle del pedazo de papel que vibraba de manera espástica en mi mano. Casi sin pensarlo busqué el teléfono y marqué el numero. Al fin, la madura y rasposa voz femenina que me atendió me calmó profundamente. Me dijo que afortunadamente no estaba durmiendo y me preguntó cuál era mi nombre. Quizás sin respondérselo, me apresuré y le pedí ir en ese mismo instante directo para allá. Ni siquiera se sorprendió y aceptó sin comentarios mi propuesta.
Unos minutos después estaba abriéndome la puerta. No vivía muy lejos de mi casa de San Martín, pero en un lugar mucho más tranquilo. Me hizo pasar. Era una mujer que parecía tener ascendencia inglesa. Mientras ordenaba la mesa me volvió a preguntar mi nombre, Julián Kammerath. Se quedó quieta por un segundo y luego suspiró como riéndose. Estuvo a punto de decir algo. Yo quise preguntar qué pasaba pero tardé un buen rato y antes de eso me pidió que le contase algo de mí. Me miró fijo y me sonrió de una manera tan cálida que comencé rápido por la historia de mi hermano más chico. Me pareció bien contarle desde un poco más atrás para que entendiera el contexto.
Habíamos ido unos cinco años atrás a Neuquén por un problema de adicción que había tenido Roberto, mamá había decidido ponerle un límite a su asunto trayéndolo a la ciudad que más conocía y donde ella había nacido para internarlo. Quiso que fueramos los tres, pero Pedro no había terminado el secundario y pidió quedarse allá para hacerlo. En realidad, creo que todos sabíamos que sólo podría ser por alguna novia, o por los amigos que arrastrase por aquellos días. A mí me daba igual, a Martín, mi padre, también y ella eligió.
Dos años después Roberto era otro hombre, tenía una banda que tocaba bastante y había logrado construir una imagen positiva de sí mismo por primera vez en mucho tiempo. Pedro terminó de cursar y vino unas vacaciones a quedarse con nosotros y con mamá, y una semana después pasó lo de Roberto. Tan simple y desconcertante como un accidente de ruta yendo en transporte público un domingo a la tarde. Un golpe muy fuerte para mí, para mamá, pero sobretodo para Pedro. Tenían una relación muy estrecha entre ellos y Roberto era una especie de superhéroe amigo y hasta paternal para él. Fue duro al punto de que nunca se recuperó del todo; y terminó con sus delirios suicidándose hace tres días.
Ana me escuchó en silencio y con un gesto comprensivo en su cuerpo, rostro y hasta en sus lentos movimientos. Me preguntó qué era concretamente lo que yo quería hacer. Le dije que tenía que hablar con Pedro, que de algún modo me tenía que disculpar y sacar el único zumbido que tenía en el cerebro, lo único que podía llegar a importarme. Asintió y pasó directamente a explicarme unos ejercicios de relajación previos, tomando a mis dos brazos de un modo casi imperceptiblemente para mí. Acompañó el movimiento durante una cantidad indefinida de tiempo hasta que me trajo una especie de té que me había preparado. Recién ahí me di cuenta de que había estado moviéndome sólo, casi dormido. Bebí y sentí algo extraño en el paladar y en el tabique, un líquido que ponía a mis músculos en paz pero a mi mente ansiosa y tensa. Me cerró los párpados con una pluma y apoyó sus dos manos completas sobre las mías. Sentí un contacto escalofriante hasta que Pedro rompió el silencio: “¿Qué pasa?¿Venís ahora Julián? Dejame. Quedate mirando el cactus. Quiero estar sólo. Anda a la casa de Luz a donde sea pero andate…”
El impacto fue como el de un tren atravesando una pared de piedra o como el de un taladro ingresando en mi vientre. Grité de manera animal y salí corriendo, para no parar hasta estar frente a casa. Con un grado de alteración desbordante, entré pidiendo perdón al aire, alternando susurros con gritos. Me acosté pero sólo pude dormir un largo tiempo después y de a ratos.
Cuando me desperté del todo deberían ser las diez u once de la mañana, y durante los primeros minutos me costó decidir si había soñado o no toda la cuestión de la médium. Comí una manzana y busqué de nuevo el aviso. Tenía que volver a llamarla, me mataban la curiosidad, la responsabilidad y el temor. Al mismo tiempo algo me hacía resistir y no animarme, pero de algún modo u otro terminé en su casa un rato más tarde.
Estuve exageradamente nervioso desde que llegué, aún más que la vez anterior. Naturalmente ella lo percibió y me explicó que deberíamos hacer una preparación más efectiva aún. Hizo que me acostara, masajeó con precisión mi cabeza, me trajo la taza y repitió el resto del ritual tal como la otra vez. Me estaba durmiendo cuando la voz de Pedro me preguntó cómo estaba mamá, si se había recuperado, si sabía lo que le había pasado a él. Comencé a temblar frenéticamente como si estuviera descompuesto, otra vez me encontré frente a una horrible coincidencia que no podía asimilar. Volví a deshacerme de ella y escapé corriendo, tanto como pude, por la puerta hasta llegar a casa.
A pesar de mis esfuerzos inhumanos, en esta oportunidad no pude dormir una sola milésima de segundo. Sentía que estaba conociendo la sensación del preso judío de la Alemania de 1940. No logré soportar tendido en la cama mucho más tiempo y fui al bar a buscar lo que fuese que quedase. Vodka, solo la mitad de la botella. Mientras bebía apurado fui a la habitación de Pedro y me senté en su cama. Todavía no la había vuelto a hacer y tenía la cabeza de mi hermano marcada en la almohada. Terminé de un trago lo que todavía me quedaba en el vaso y tuve la necesidad de dejar el cuarto. En el camino hacia la puerta, pasé la mirada por la mesa y un tono rojo me hizo detenerla. Era un rojo que me resultaba conocido, en un tamaño que también me parecía familiar. Me acerqué y lo tomé para acercarlo a mi ojos. Era el aviso de Ana. No entendí cómo había llegado ahí, no recordaba haber entrado en su habitación. Quise ir a fijarme a mi billetera para ver si mi recorte no estaba ahí pero me quedé dormido en el intento.
A las dos de la tarde me desperté por el hambre. Pensé en qué cocinar pero hacía semanas que no había nada en la heladera. Decidí salir y comer lo que fuera en donde fuera. Agarré mis cosas y me aseguré de que el aviso estuviera en mis bolsillos. Antes de las tres estaba en casa de Ana, que para mi sorpresa volvió a repetir su cálida y acogedora actitud: me recibió con otra sonrisa tranquilizadora y no hizo ningún comentario acerca de lo que había sucedido las últimas dos noches. Sin preguntarle me acosté y esperé ansioso. Estaba seguro de que esta vez podría hablar con él, explicarle ciertas cosas y limpiar mis pulmones. Pero la reacción fue la misma cuando mi hermano me habló de mamá y me repitió la pregunta que me había hecho antes. Nuevamente me vi temblando, con todo el rostro y el torso mojado, e insinué un movimiento para levantarme. Ana hizo fuerza para abajo desde sus hombros y luego siguió masajeando con una mano mis piernas y mi panza con la otra. Le respondí a mi hermano y me volvió a preguntar por Luz y por mi amigo. Le dije que esa misma noche me habían hecho saber que estaban juntos, que él todavía no había encontrado casa desde que había llegado a buscar trabajo a la ciudad. Me explicaron con tonos falsos, asquerosos, que mi relación con Luz estaba terminada, y que realmente lo sentían por mí.
A esa altura, Ana ya había paseado sus manos por mi cuerpo entero. Me sentía sin ropa, de hecho no comprendía si me la podría haber sacado o no. Hablaba de Luz, y una mujer me acariciaba incasablemente hasta hacerme doler. No era algo menor para mí, un hombre que no conoció con tal intimidad más que a tres mujeres en toda su vida. Sentía estridente cada vértice de mi piel, y paralelamente a la excitación seguía a la escucha de lo que Pedro me decía. Las yemas de sus dedos me cosquillearon la zona de mi cicatriz de apendicitis y fueron bajando como hormigas. Mientras, caía un líquido que probablemente fuera su saliva por el cuádriceps de una de mis piernas. Inmediatamente después rozó con su lengua muy mansamente toda la piel que encontró desde las rodillas hasta el ombligo. No entendí esta retorcida situación hasta que Luz estuvo dándome una enorme satisfacción sexual. O Ana. O Pedro. Estaba haciendo el amor con mi ex novia, o lo estaba haciendo con mi hermano muerto. La disyuntiva me paralizó en un repentino aullido atroz .
Me paré como pude y cuanto antes. Sin mirar a esa persona ni una sola vez salí corriendo. Y corrí desnudo todas esas cuadras a una velocidad imposible de contar. Llegué y seguí gritando desaforado; arrancando el empapelado del living con uñas y dientes, pateando con todo mi coraje al televisor, dando puñetazos a las ventanas y arrastrándome por el suelo escupiendo y estornudando. Lo demás no tiene sentido detallarlo.
Solamente pude volver a mí por completo unas cinco horas después. Y parcialmente. Me estaba recuperando a los tumbos de la peor borrachera que jamás había experimentado, un dilatado instante posterior al vómito más barroco que vieron mis ojos. Una vez de rodillas gateé hasta la mesa y apoyé mi espalda contra la pared. Traté de conjugar dos ideas. Lo único que había en mi cabeza era una violenta centrífuga descontrolada. Estiré el brazo, tanteando la madera y lo devolví a mi campo visual con un pequeño cuchillo de cocina bien sucio. Lo contemplé unos segundos mientras la baba se colaba entre mis labios y goteaba hacia el suelo. Giré mi antebrazo para disponer de la mayor cantidad de superficie en foco. Apoyé el metal como si fuera a untar alguna sustancia viscosa en la piel. Roberto y Pedro debían estar en la habitación mirándome. Mamá viva y nosotros tres muertos. Yo muerto, ella viva o yo vivo y ella muerta con ellos. Daba igual.

Pero no me animé. O decidí no hacerlo. La muerte y los muertos. Decorados de todos los últimos grandes recuerdos que tengo. Todo más de lo mismo. Yo adentro de esa bolsa debajo de la tierra. El único olor; el fango hastiado y hemorrágico. La tierra fría en los cuerpos de mis hermanos, mi piel blanca congelando a los gusanos. Toda esta sucesión de diapositivas mentales me provocó unas nuevas ganas de vomitar lo que ya no tenía sobre mis pies. Una molestia física no muy nueva pero en cantidades estremecedoras.
Aún así, saturarme de asco me hizo dar el salto un escalón para arriba y ver la primera oportunidad de salir por el último resquicio de luz. Sacar la cabeza del balde de barro de estanque en que estaba. Y respirar y darme cuenta de que mi única verdadera escapatoria era justamente no morir. Mantenerme lo más alejado posible de ella, pero sobretodo de mí mismo; y al mismo tiempo. Cambiar mi rostro, mi memoria, mi lugar, mi humanidad entera. Como si nada, me paré por una tracción de inercia externa a mi voluntad consciente. Me dispuse a caminar derecho, sin pensar y sin posar la vista en ninguna forma que tuviera sentido. En fin, era sólo una idea nomás.

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Comisión 60
2009

1948 - Federico Esteban Tomich

En enero de 1968 cumplí los catorce años: ya no era un niño, tampoco dejaba de serlo. Ocupaba mañanas enteras en leer el diario, hacer mandados o simplemente dormir, cuando mamá lo permitía. En las tardes repletas del intenso calor porteño, jugaba con amigos de la cuadra al Viejo Oeste, previa dosis de “El Gran Chaparral”. Era mi preferencia estar con los buenos, ser el Sheriff o moverme junto a él. El eterno bando vencedor. Tras los acontecimientos de mayo, el otro lado de las fuerzas policiales se volvió más tentador. Al caer el Sol, ya agotados de correr y empapados en sudor, solíamos ir al cine clandestino de la Avenida Triunvirato. Recuerdo que el mes anterior habíamos visto una decena de veces “La tentación desnuda”, con La Coca y Armando Bó. Juan, el joven de pelo largo y grasoso que jugaba su pellejo en cada proyección evadiendo la censura militar, siempre recomendaba no olvidar lavar nuestras manos para evitar que nos salgan pelos.

Los días que no concurríamos a La Salita –así bautizada una tarde por el Gordo Castro- armábamos ásperos picados en Plaza Echeverría, que duraban hasta la hora de volver a casa para la cena. A veces, el tiempo transcurría tan velozmente que perdíamos la noción, y los padres preocupados concurrían a buscar a sus hijos con una marea de insultos en la lengua. Mi viejo nunca fue un tipo calentón. Jamás me levantó la mano ni me buscó en la Plaza. Mis padres siempre me recibían con la cena lista y una sensación en el aire que, sin mediar palabras, daba a entender que “el horno no estaba para bollos”. Creo que ellos preferían mantenerme alejado de casa para que no sea testigo involuntario de las cosas. Luego de comer, me quedaba con mi viejo hasta entrada la madrugada. Escuchábamos el último de los Beatles y jugábamos al Truco. Algunas noches hasta fumábamos cigarrillos, con la única condición que no le cuente a mi madre.

Ese año no recibí regalo de cumpleaños. En casa vivíamos sólo nosotros tres, sin embargo no recuerdo ningún mes en que sobre plata. El plan económico de la dictadura facilitaba desalojos por incumplimiento en los alquileres, los precios aumentaban y los sueldos seguían congelados como una avezada Siam. “No entrar en deuda” era la premisa básica de toda familia clase media. Mi padre la repetía hasta el hartazgo. No me sorprendió, entonces, la novedad: no viajaríamos en las vacaciones. La premonición no evitó mi tristeza. Sin embargo, aseveraron que pasaría unas semanas con mis abuelos en el desconocido pueblo de Coronel Benítez. En realidad, mediante una serie de artimañas de la adultez, mis padres hicieron creer que yo podía elegir entre ir o quedarme aquí; sabían de antemano que preferiría quedarme en Buenos Aires y plantearon el viaje como una obligación. No faltó el conocido argumento que los abuelos me extrañaban y querían verme. Apenas los conocía, tan sólo por la imagen mental de una lejana Navidad en la vieja casa de Mataderos, donde aprendí a leer y escribir.

Sólo mi madre me acompañó en el extenso viaje en tren. Aprovechó la ocasión para visitar a sus padres. Tomamos el primero que pasó por la Estación Urquiza a Retiro, donde subimos a un colectivo hasta Constitución. Allí abordamos una formación que nos transportó a No-sé-dónde, e intercambiamos por un destartalado ferrocarril que finalmente llegaba a una localidad cercana a Coronel Benítez. El periplo duró en total unas diez horas. Aproveché el largo tiempo de viaje para leer una novela policial de El Séptimo Círculo y cosechar mi afición. Ésta no consistía sólo en la lectura, algunas veces rompía las barreras invisibles y anotaba sentimientos o anécdotas diarias en una pequeña libretita roja. En ciertas circunstancias de mi infancia, aquella fue mi fiel y único cable a tierra. Cuando los bruscos movimientos del vagón interrumpían mi lectura, contemplaba aburrido por la ventanilla los extensos campos de la llanura pampeana. Elegí mirar hacia otro lado cuando la pobreza asomaba en la estación de un pueblo olvidado por el progreso. En cada parada, tres jóvenes soldados subían a la formación, pedían boletos y revisaban a todo pasajero que descendía. Cada vez que dejábamos atrás una estación, lamentaba el verano perdido junto a mis amigos. Pensaba en la aburrida vida pueblerina que me esperaba en el destino. La realidad estuvo lejos de lo esperado.

Llegamos a eso de las seis de la tarde, agotados y con las piernas adormecidas. Fuimos los únicos que bajamos. No hubo conscriptos para revisarnos los bolsillos. El Abuelo nos esperaba junto a un Bedford celeste. Era un hombre muy alto que usaba los pantalones casi por debajo de los sobacos. Mamá corrió a abrazarlo, mientras él murmuraba sollozos de felicidad. En el costado del furgón, en la caja de madera detrás de la cabina, había una inscripción de letras negras que decía “Corralón Horacio”. Adiviné que el transporte no era propiedad de mi abuelo. Luego de saludarlo tímidamente, preguntó varias veces acerca del viaje. A cada palabra brotaba saliva y satisfacción de su boca. Acababa de cumplir ochenta años. Mamá siempre recordaba orgullosa la coincidencia de mi nacimiento en el mismo mes que él. A pesar de su edad -y del bastón- gozaba buena salud y vivía a una velocidad anormal para un octogenario. Tenía pocos pelos en la cabeza, pero a los costados, justo sobre la oreja, brotaban algunas despeinadas canas que dejaban inferir que alguna vez en su lejana juventud tuvo el pelo rizado. Ya conocía bastante sobre él gracias a mi madre. Era español, lo cual explicaba el acento y la picardía para contar chistes que sólo los adultos entendían. Llegó a la Argentina antes de la Primera Guerra para casarse con mi abuela, una joven hija de obreros. Sintió el llamado del deber y viajó para combatir en la Guerra Civil Española. No ganó medallas, pero sí el bastón marrón. Desconozco en qué momento llegaron a Coronel Benítez. Abrió una ferretería y dedicó el resto de su vida a ella y a sus hijas.

Tardamos media hora más en llegar al destino. Atravesamos secas carreteras de tierra, sin huellas de automotores. Evidenciaban el aislamiento que sometía al pueblo. El abuelo hablaba aireadamente con mamá. Pensé en la cantidad de conversaciones que se debían mutuamente dado que las líneas telefónicas no llegaban allí. Coronel Benítez era un poblado muy pequeño; a decir verdad, pequeñísimo. Al cruzar la entrada, sobre la ruta un viejo cartel de madera nos dio la bienvenida. Recorrimos un kilómetro más hasta llegar a las primeras casas habitadas. La delimitación inicial estaba hecha, pero el crecimiento se había estancado hace varios años. Muchas calles quedaron a la espera de ser abiertas. En total, no había más de veinticinco manzanas edificadas; las demás, aguardaban valientes inversionistas que compren los lotes. Mientras tanto, crecían yuyos que alcanzaban la altura de un hombre adulto. Me imaginé internándome en ellos en busca del tesoro perdido de los fundadores, robado por Mapuches.

La casa de los abuelos estaba al otro lado del pueblo, tuvimos que bordearlo para llegar. Se trataba de una modesta casa quinta, con un pequeño quincho y una edificación a modo de vivienda. Ocupaba toda la manzana, aunque tampoco ésta era muy grande. En una esquina, la ferretería, con la entrada al público sobre la ochava. El terreno, delimitado por un alambrado con intermitentes plantas sin flor cada varios metros, yacía junto al fin del sector habitado y los extensos yuyales La tranquera estaba a pocos metros del negocio, un camino de piedras conducía hasta la puerta de ingreso a la casa y al pequeño galpón donde se guardaba la mercadería.

La abuela nos recibió agitando un trapo y con lágrimas en los ojos. Era más joven que el abuelo, aunque todos desconocíamos su verdadera edad. Estimaba que tendría unos setenta años. Petisa y robusta, los músculos caídos de sus brazos revelaban años de trabajo. Vestía siempre unas viejas polleras y un gastado vestido suelto. Llevaba puesto, además, un delantal floreado con algunos agujeros. Como toda abuela, era buena cocinera. Su pasión eran las gallinas del corral del fondo. No siempre dedicó su vida a la casa: trabajó en una textil hasta su casamiento. Argentina de nacimiento, pero con cierto acento y léxico ibérico, seguramente contagiado por el abuelo tras años de convivencia. Me abrazó fuertemente sin dejarme respirar. Aproveché para analizar atentamente su larga nariz levantada en la punta. No se parecía en nada a la mía, como mis tías insistían.

Junto al abuelo descargué el equipaje del Bedford, y después chupamos mates bajo un jazmín. Cenamos tallarines caseros que la abuela tenía preparados. Tras una extensa despedida entre madre e hija a la luz de la luna, acercamos a mamá a la estación para que tome el tren de retorno. Me despedí pidiéndole que mande saludos a los muchachos del barrio. Ella no volvería por mí cuando acabaran las vacaciones. Al volver a Coronel Benítez, fuimos de don Horacio, el dueño del corralón de materiales, a devolverle su camión. Caminamos tres cuadras para volver a la casa. Por las noches, el frío no perdonaba a los desabrigados como yo. Los sapos abrían el camino al huir de nuestros zapatos. Una casa tenía la puerta abierta y tres viejos en el porche tomando mates con una pequeña mesita donde jugaban Chinchón. Todos traían boina. “Qué nochecita fresca, ¿no, don Anselmo?” dijo uno con voz vetusta. “Veo que viene acompañado, ¿es su nieto?” añadió el que tenía el mate en la mano. El abuelo me presentó ante aquel tribunal. El primero que abrió la boca era el dueño de la casa. Su nombre era don Pablo, el almacenero. Con su despensa abastecía a todos los habitantes. Quien tenía el mate en la mano era su hermano, don Pedro, un matusalén de profesión desconocida que rondaba la plaza principal todas las tardes. El tercero era don Jorge, se dedicaba a las reparaciones, cuando su frágil cuerpo se lo permitía. Parecía más anciano que todos los otros.

No pasó mucho tiempo hasta que descubrí extraños acontecimientos. La mañana siguiente, la abuela me explicó cómo llegar al almacén que quedaba a pocas cuadras. El local del viejo Pablo era pequeño y caluroso. Tan sólo tenía un mostrador con frascos, y una puerta detrás en la que él se perdía constantemente. Regresaba sonriente con el producto solicitado en la mano. Llevé unas latas y paquetes de marcas olvidadas, no sabía que aún existían. Pablo asentó la deuda en una libreta, tal y como la abuela me pidió. Tras el almuerzo, el abuelo salió del galpón con una sucia y vieja bicicleta. Luego de una limpieza y ajuste de frenos, salí a recorrer el pueblo bajo el fuerte sol de la tarde. Las calles eran de tierra y monótonas, al igual que las casas, tan cubiertas del polvo pampeano como las veredas. En el centro había una plaza, con un pequeño monumento en el medio. A pesar de no ser un pueblo colonial estilo español, alrededor de ella se construyeron los edificios principales. La pequeña parroquia está al lado del destacamento policial. En frente, cruzando la plaza, funcionaba la Municipalidad en una casita con dos grandes álamos en la entrada.

¡Qué desolado lucía ese pueblo en la hora de la siesta!. Fue una sorpresa encontrarlo. Don Pedro deambulaba bajo los árboles agitando la basura. Frené junto a él rechinando las cubiertas contra el suelo. Continuó atento a su tarea sin inmutarse. Traía una bolsa en sus manos y silbaba un tango de Discépolo. “La gente desperdicia mucho, pibe. No creas que busco mi almuerzo en la basura, pero siempre encuentro cosas como ésta” dijo alzando una botella de vidrio vacía, que luego guardó en su bolsa. La echó sobre el hombro dejando que caiga por la espalda. Luego se alejó. ¡Pobre don Pedro, creía que el vidrio era algo valioso! Imaginé su casa llena de botellas vacías.

Al día siguiente, luego de la siesta, volví a la plaza. Algunos pequeños negocios estaban abiertos, y unos carcamales amontonábanse en los bancos a jugar al ajedrez. Pasé junto a ellos con mi bicicleta. Hicieron silencio y me miraron inquisidoramente. En Coronel Benítez, la juventud era algo ya olvidado. Alicia, la senil ayudante del cura, barría la vereda de la parroquia. Sus ojos desplegaban la bondad de una catequista. “¡Claro que hay gente joven, tesoro! ¡Eres tan zagal que todos parecemos ancianos a tus ojos!”, dijo señalando a los mismos viejos que jugaban ajedrez bajo los árboles. Mencionó de memoria unos pasajes bíblicos y aproveché para huir respetuosamente. Alicia era algo más que una feligresa fanática. Se comentaba en el pueblo que su amor a la parroquia trascendía los límites de la cristiandad y tomaba forma en el Padre Luis.

Así transcurrían mis días en la perdida localidad. Mañana y tarde, daba vueltas con mi bicicleta, sin sobresaltos. La conocía mejor que los propios lugareños. La monotonía volvía interminables a los días, recibía de brazos abiertos cualquier cambio en el hábito, incluso si suponía esfuerzo físico. Varias veces la abuela me mandaba de don Pablo a comprar. Nunca me daba dinero, concurría al local un poco avergonzado y solicitaba que anote la deuda en su libreta. Una de esas tardes, harto de aquella situación, prometí a don Pablo que avisaría a mi abuela sobre su deuda. Recuerdo perfectamente cómo frunció el ceño aquel hombre. Extrañado buscó entre las páginas de su anotador e informó, con una sonrisa, que no había nada allí. Ninguna cuenta estaba trazada en aquel cuadernito anillado. Volví a casa inquieto. En todas las oportunidades, mis ojos vieron perfectamente cómo don Pablo escribía con una lapicera azul. ¿Era posible que don Pablo pase por alto las deudas de la abuela? ¿Por qué haría algo así? ¿No sería, acaso, que mi mente fallaba? Sin embargo, mi memoria no presentaba dificultades. Descubrí que tenía en mis manos una lata de conserva ya vencida. Alerté a la abuela, pero no le importó. Cenamos y tomé unas copas de vino con el abuelo. El alcohol me debió poner melancólico. Ya estaba harto de pasear con mi bicicleta y charlar con los viejos. Quería regresar. Escribí mi deseo en la libretita roja.

Una tarde fui con el abuelo a lo de don Horacio a pagar una deuda. Ya conocía su flamante casa por fuera, pero a la luz del día era aun más esplendorosa. Por dentro, se asemejaba mucho a la nuestra. Era un hombre sencillo, a pesar de la fortuna que había generado años atrás con su viejo corralón. Las desconfiadas lenguas pueblerinas corrían rumores sobre algunas irregularidades en sus ganancias. Nos recibió con unos mates, cruzo palabras unos minutos y luego de recibir la plata hizo una serie de anotaciones en un libro, estampando un sello en las páginas. Dio la mano al abuelo y tocó mi cabeza, despeinándome. Volvimos a casa caminando bajo una intensa lluvia que duraría hasta el amanecer.

Días más tarde, desperté una mañana con un griterío bárbaro. El abuelo peleaba abiertamente con don Horacio, que reclamaba una deuda. La misma deuda que el abuelo había pagado hace unos días. ¿Cómo era posible que don Horacio lo olvidase?. Sorprendentemente, él también lo había borrado de su memoria. Cuando la pelea estaba por pasar a mayores, decidí intervenir. Como testigo del pago, traté de inclinar la balanza, y pregunté respetuosamente, como quien ya conoce la respuesta, si don Horacio ya se había fijado en su libro el registro del pago. Los tres fuimos en una procesión a la casa, y tras contrastar que nada estaba anotado, el abuelo se enfadó y volvió a pagar su deuda. Quedé pasmado. Trabajé toda la tarde en la ferretería como castigo, sin mediar ninguna palabra con nadie. En aquellos años, siendo un niño ante los ojos de mis abuelos, meterse en asuntos de adultos era duramente castigado. Y sobre todo, cuando los hechos demostraron que estaba equivocado. Por la noche quise escribir en mi libreta roja. Necesitaba descargar mis sentimientos una vez más. Nada de lo que había redactado hace unas noches estaba allí. Conjeturé que alguno de los abuelos había estado revisando mis cosas. Me jugaban una mala pasada. Habían arrancado esas páginas, su ausencia lo demostraba. Presioné la pluma fuertemente para escribir. Escondí el diario para que no lo encontraran. Esa noche tuve pesadillas.

Como ya expliqué, aquella lluvia se transformó en tormenta y duró toda la noche. A la mañana siguiente, la ventana ofrecía una triste postal pueblerina. Las calles estaban anegadas, los viejos paseaban con sus oxidadas bicicletas esquivando charcos. El sol pegaba de lleno en el agua acumulada, pero tardaría días en evaporarse. La entrada de la ferretería sobre la ochava estaba completamente sumergida en agua. Tras un breve intento de rellenarla con sus propios medios, el abuelo decidió concurrir a la Municipalidad a realizar el reclamo correspondiente para que se encargaran del asunto. Nos recibió una antediluviana señora mayor, muy arreglada y producida como para una fiesta importante. Doña Hilda anotó despacio y en forma graciosa la dirección y la guardó en un legajo de reclamos. Unos obreros concurrieron luego del almuerzo. Don Jorge los acompañó en sus tareas. Todos eran tan decrépitos como él. Apenas podían levantar un balde. Su falta de celeridad no les permitió concluir el trabajo, y apuntaron en su agenda que debían volver al día siguiente. Pero no lo hicieron, como sospechaba. Durante la tarde en que me encargué del local, el abuelo Anselmo fue nuevamente a la Municipalidad, y los operarios regresaron a terminar las obras un día después. Mientras el abuelo dormía la siesta, charlé con los pobres viejos que, bajo el rayo del Sol, volcaban baldes de tierra que sacaban de una carreta tirada por un caballo con costillas remarcadas. Las respuestas que obtuve fueron las esperadas. Empezaba a comprender mucho de lo que sucedía en el pueblo.

Sólo recuerdo una tarde en la que el tranquilo pueblo de Coronel Benítez se conmocionó. Habían encontrado a don Pedro tendido sobre el banco de la plaza, muerto aparentemente por una falla en su corazón. Concurrimos al pequeño funeral. Nadie lloraba especialmente su muerte, ni siquiera su hermano. El párroco recitaba sermones, su fiel compañera Alicia mecanografiaba el acta de defunción para los archivos de la Iglesia. Supuse que no duraría mucho tiempo en los mamotretos.

La tarde siguiente terminé de comprender las cosas. Paseaba por la plaza yendo de aquí para allá con la bicicleta. Lo vi a él, como la primera vez, revolviendo la basura y silbando un viejo tango. Los mismos ancianos que concurrieron la noche anterior a su velorio, hoy lo saludaban normalmente. Dediqué el resto de los días a investigar el extraño fenómeno. No pude registrar minuciosamente mis descubrimientos debido a sus particularidades. Recuerdo que luego de ganarme la confianza de Alicia, pude ver las actas de defunción y todas eran de hace veinte años atrás. No intenté buscar qué es lo que sucedió en el pueblo aquel año. Simplemente, la anomalía me tenía atrapado. No voy a negar que también me aproveché de ésta, obteniendo cientos de golosinas en la siempre llena despensa de don Pablo, que todos los días anotaba lo que me llevaba. Traté de enviarme una postal para verla a la vuelta, pero sé que nunca llegó. Era obvio que había pasado la noche en la oficina del Correo. No volví a escribir más en mi libreta.

Mi tía volvió por mí un día. Debían haber pasado unas tres semanas desde mi arribo. Pasó la noche en casa de sus padres y a la mañana siguiente volvimos en el destartalado tren. Allí me confesó que mis padres resolvieron separarse. Vi a mi vieja a la vuelta, pero luego se mudó al pueblo y nunca más supe de ella. Viví con mi viejo hasta que murió. Trabajo como redactor de un pequeño diario barrial.

Muchos años traté de volver a Coronel Benítez. No me resultó extraña su ausencia en los mapas. Supongo que el abuelo aún atiende su ferretería y que don Pedro continúa haciéndose rico. Aquí las cosas que escribo se multiplican en la imprenta publicación tras publicación. Allá una simple anotación era efímera como un relámpago. Los camiones abastecen constantemente a los supermercados. La despensa de don Pablo no necesitaba de camiones que repongan su mercadería. Hay pocas plazas, y están todas enrejadas. Tienen grupos de viejos en sus bancos, pero año tras año disminuyen en número. Ya no juego al fútbol desde que el médico me lo prohibió. Mis amigos se casaron y viven lejos. Algunos fallecieron, otros desaparecieron. La solución hubiese sido mudarse al pueblo indicado.