En enero de 1968 cumplí los catorce años: ya no era un niño, tampoco dejaba de serlo. Ocupaba mañanas enteras en leer el diario, hacer mandados o simplemente dormir, cuando mamá lo permitía. En las tardes repletas del intenso calor porteño, jugaba con amigos de la cuadra al Viejo Oeste, previa dosis de “El Gran Chaparral”. Era mi preferencia estar con los buenos, ser el Sheriff o moverme junto a él. El eterno bando vencedor. Tras los acontecimientos de mayo, el otro lado de las fuerzas policiales se volvió más tentador. Al caer el Sol, ya agotados de correr y empapados en sudor, solíamos ir al cine clandestino de
Los días que no concurríamos a
Ese año no recibí regalo de cumpleaños. En casa vivíamos sólo nosotros tres, sin embargo no recuerdo ningún mes en que sobre plata. El plan económico de la dictadura facilitaba desalojos por incumplimiento en los alquileres, los precios aumentaban y los sueldos seguían congelados como una avezada Siam. “No entrar en deuda” era la premisa básica de toda familia clase media. Mi padre la repetía hasta el hartazgo. No me sorprendió, entonces, la novedad: no viajaríamos en las vacaciones. La premonición no evitó mi tristeza. Sin embargo, aseveraron que pasaría unas semanas con mis abuelos en el desconocido pueblo de Coronel Benítez. En realidad, mediante una serie de artimañas de la adultez, mis padres hicieron creer que yo podía elegir entre ir o quedarme aquí; sabían de antemano que preferiría quedarme en Buenos Aires y plantearon el viaje como una obligación. No faltó el conocido argumento que los abuelos me extrañaban y querían verme. Apenas los conocía, tan sólo por la imagen mental de una lejana Navidad en la vieja casa de Mataderos, donde aprendí a leer y escribir.
Sólo mi madre me acompañó en el extenso viaje en tren. Aprovechó la ocasión para visitar a sus padres. Tomamos el primero que pasó por
Llegamos a eso de las seis de la tarde, agotados y con las piernas adormecidas. Fuimos los únicos que bajamos. No hubo conscriptos para revisarnos los bolsillos. El Abuelo nos esperaba junto a un Bedford celeste. Era un hombre muy alto que usaba los pantalones casi por debajo de los sobacos. Mamá corrió a abrazarlo, mientras él murmuraba sollozos de felicidad. En el costado del furgón, en la caja de madera detrás de la cabina, había una inscripción de letras negras que decía “Corralón Horacio”. Adiviné que el transporte no era propiedad de mi abuelo. Luego de saludarlo tímidamente, preguntó varias veces acerca del viaje. A cada palabra brotaba saliva y satisfacción de su boca. Acababa de cumplir ochenta años. Mamá siempre recordaba orgullosa la coincidencia de mi nacimiento en el mismo mes que él. A pesar de su edad -y del bastón- gozaba buena salud y vivía a una velocidad anormal para un octogenario. Tenía pocos pelos en la cabeza, pero a los costados, justo sobre la oreja, brotaban algunas despeinadas canas que dejaban inferir que alguna vez en su lejana juventud tuvo el pelo rizado. Ya conocía bastante sobre él gracias a mi madre. Era español, lo cual explicaba el acento y la picardía para contar chistes que sólo los adultos entendían. Llegó a
Tardamos media hora más en llegar al destino. Atravesamos secas carreteras de tierra, sin huellas de automotores. Evidenciaban el aislamiento que sometía al pueblo. El abuelo hablaba aireadamente con mamá. Pensé en la cantidad de conversaciones que se debían mutuamente dado que las líneas telefónicas no llegaban allí. Coronel Benítez era un poblado muy pequeño; a decir verdad, pequeñísimo. Al cruzar la entrada, sobre la ruta un viejo cartel de madera nos dio la bienvenida. Recorrimos un kilómetro más hasta llegar a las primeras casas habitadas. La delimitación inicial estaba hecha, pero el crecimiento se había estancado hace varios años. Muchas calles quedaron a la espera de ser abiertas. En total, no había más de veinticinco manzanas edificadas; las demás, aguardaban valientes inversionistas que compren los lotes. Mientras tanto, crecían yuyos que alcanzaban la altura de un hombre adulto. Me imaginé internándome en ellos en busca del tesoro perdido de los fundadores, robado por Mapuches.
La casa de los abuelos estaba al otro lado del pueblo, tuvimos que bordearlo para llegar. Se trataba de una modesta casa quinta, con un pequeño quincho y una edificación a modo de vivienda. Ocupaba toda la manzana, aunque tampoco ésta era muy grande. En una esquina, la ferretería, con la entrada al público sobre la ochava. El terreno, delimitado por un alambrado con intermitentes plantas sin flor cada varios metros, yacía junto al fin del sector habitado y los extensos yuyales La tranquera estaba a pocos metros del negocio, un camino de piedras conducía hasta la puerta de ingreso a la casa y al pequeño galpón donde se guardaba la mercadería.
La abuela nos recibió agitando un trapo y con lágrimas en los ojos. Era más joven que el abuelo, aunque todos desconocíamos su verdadera edad. Estimaba que tendría unos setenta años. Petisa y robusta, los músculos caídos de sus brazos revelaban años de trabajo. Vestía siempre unas viejas polleras y un gastado vestido suelto. Llevaba puesto, además, un delantal floreado con algunos agujeros. Como toda abuela, era buena cocinera. Su pasión eran las gallinas del corral del fondo. No siempre dedicó su vida a la casa: trabajó en una textil hasta su casamiento. Argentina de nacimiento, pero con cierto acento y léxico ibérico, seguramente contagiado por el abuelo tras años de convivencia. Me abrazó fuertemente sin dejarme respirar. Aproveché para analizar atentamente su larga nariz levantada en la punta. No se parecía en nada a la mía, como mis tías insistían.
Junto al abuelo descargué el equipaje del Bedford, y después chupamos mates bajo un jazmín. Cenamos tallarines caseros que la abuela tenía preparados. Tras una extensa despedida entre madre e hija a la luz de la luna, acercamos a mamá a la estación para que tome el tren de retorno. Me despedí pidiéndole que mande saludos a los muchachos del barrio. Ella no volvería por mí cuando acabaran las vacaciones. Al volver a Coronel Benítez, fuimos de don Horacio, el dueño del corralón de materiales, a devolverle su camión. Caminamos tres cuadras para volver a la casa. Por las noches, el frío no perdonaba a los desabrigados como yo. Los sapos abrían el camino al huir de nuestros zapatos. Una casa tenía la puerta abierta y tres viejos en el porche tomando mates con una pequeña mesita donde jugaban Chinchón. Todos traían boina. “Qué nochecita fresca, ¿no, don Anselmo?” dijo uno con voz vetusta. “Veo que viene acompañado, ¿es su nieto?” añadió el que tenía el mate en la mano. El abuelo me presentó ante aquel tribunal. El primero que abrió la boca era el dueño de la casa. Su nombre era don Pablo, el almacenero. Con su despensa abastecía a todos los habitantes. Quien tenía el mate en la mano era su hermano, don Pedro, un matusalén de profesión desconocida que rondaba la plaza principal todas las tardes. El tercero era don Jorge, se dedicaba a las reparaciones, cuando su frágil cuerpo se lo permitía. Parecía más anciano que todos los otros.
No pasó mucho tiempo hasta que descubrí extraños acontecimientos. La mañana siguiente, la abuela me explicó cómo llegar al almacén que quedaba a pocas cuadras. El local del viejo Pablo era pequeño y caluroso. Tan sólo tenía un mostrador con frascos, y una puerta detrás en la que él se perdía constantemente. Regresaba sonriente con el producto solicitado en la mano. Llevé unas latas y paquetes de marcas olvidadas, no sabía que aún existían. Pablo asentó la deuda en una libreta, tal y como la abuela me pidió. Tras el almuerzo, el abuelo salió del galpón con una sucia y vieja bicicleta. Luego de una limpieza y ajuste de frenos, salí a recorrer el pueblo bajo el fuerte sol de la tarde. Las calles eran de tierra y monótonas, al igual que las casas, tan cubiertas del polvo pampeano como las veredas. En el centro había una plaza, con un pequeño monumento en el medio. A pesar de no ser un pueblo colonial estilo español, alrededor de ella se construyeron los edificios principales. La pequeña parroquia está al lado del destacamento policial. En frente, cruzando la plaza, funcionaba
¡Qué desolado lucía ese pueblo en la hora de la siesta!. Fue una sorpresa encontrarlo. Don Pedro deambulaba bajo los árboles agitando la basura. Frené junto a él rechinando las cubiertas contra el suelo. Continuó atento a su tarea sin inmutarse. Traía una bolsa en sus manos y silbaba un tango de Discépolo. “La gente desperdicia mucho, pibe. No creas que busco mi almuerzo en la basura, pero siempre encuentro cosas como ésta” dijo alzando una botella de vidrio vacía, que luego guardó en su bolsa. La echó sobre el hombro dejando que caiga por la espalda. Luego se alejó. ¡Pobre don Pedro, creía que el vidrio era algo valioso! Imaginé su casa llena de botellas vacías.
Al día siguiente, luego de la siesta, volví a la plaza. Algunos pequeños negocios estaban abiertos, y unos carcamales amontonábanse en los bancos a jugar al ajedrez. Pasé junto a ellos con mi bicicleta. Hicieron silencio y me miraron inquisidoramente. En Coronel Benítez, la juventud era algo ya olvidado. Alicia, la senil ayudante del cura, barría la vereda de la parroquia. Sus ojos desplegaban la bondad de una catequista. “¡Claro que hay gente joven, tesoro! ¡Eres tan zagal que todos parecemos ancianos a tus ojos!”, dijo señalando a los mismos viejos que jugaban ajedrez bajo los árboles. Mencionó de memoria unos pasajes bíblicos y aproveché para huir respetuosamente. Alicia era algo más que una feligresa fanática. Se comentaba en el pueblo que su amor a la parroquia trascendía los límites de la cristiandad y tomaba forma en el Padre Luis.
Así transcurrían mis días en la perdida localidad. Mañana y tarde, daba vueltas con mi bicicleta, sin sobresaltos. La conocía mejor que los propios lugareños. La monotonía volvía interminables a los días, recibía de brazos abiertos cualquier cambio en el hábito, incluso si suponía esfuerzo físico. Varias veces la abuela me mandaba de don Pablo a comprar. Nunca me daba dinero, concurría al local un poco avergonzado y solicitaba que anote la deuda en su libreta. Una de esas tardes, harto de aquella situación, prometí a don Pablo que avisaría a mi abuela sobre su deuda. Recuerdo perfectamente cómo frunció el ceño aquel hombre. Extrañado buscó entre las páginas de su anotador e informó, con una sonrisa, que no había nada allí. Ninguna cuenta estaba trazada en aquel cuadernito anillado. Volví a casa inquieto. En todas las oportunidades, mis ojos vieron perfectamente cómo don Pablo escribía con una lapicera azul. ¿Era posible que don Pablo pase por alto las deudas de la abuela? ¿Por qué haría algo así? ¿No sería, acaso, que mi mente fallaba? Sin embargo, mi memoria no presentaba dificultades. Descubrí que tenía en mis manos una lata de conserva ya vencida. Alerté a la abuela, pero no le importó. Cenamos y tomé unas copas de vino con el abuelo. El alcohol me debió poner melancólico. Ya estaba harto de pasear con mi bicicleta y charlar con los viejos. Quería regresar. Escribí mi deseo en la libretita roja.
Una tarde fui con el abuelo a lo de don Horacio a pagar una deuda. Ya conocía su flamante casa por fuera, pero a la luz del día era aun más esplendorosa. Por dentro, se asemejaba mucho a la nuestra. Era un hombre sencillo, a pesar de la fortuna que había generado años atrás con su viejo corralón. Las desconfiadas lenguas pueblerinas corrían rumores sobre algunas irregularidades en sus ganancias. Nos recibió con unos mates, cruzo palabras unos minutos y luego de recibir la plata hizo una serie de anotaciones en un libro, estampando un sello en las páginas. Dio la mano al abuelo y tocó mi cabeza, despeinándome. Volvimos a casa caminando bajo una intensa lluvia que duraría hasta el amanecer.
Días más tarde, desperté una mañana con un griterío bárbaro. El abuelo peleaba abiertamente con don Horacio, que reclamaba una deuda. La misma deuda que el abuelo había pagado hace unos días. ¿Cómo era posible que don Horacio lo olvidase?. Sorprendentemente, él también lo había borrado de su memoria. Cuando la pelea estaba por pasar a mayores, decidí intervenir. Como testigo del pago, traté de inclinar la balanza, y pregunté respetuosamente, como quien ya conoce la respuesta, si don Horacio ya se había fijado en su libro el registro del pago. Los tres fuimos en una procesión a la casa, y tras contrastar que nada estaba anotado, el abuelo se enfadó y volvió a pagar su deuda. Quedé pasmado. Trabajé toda la tarde en la ferretería como castigo, sin mediar ninguna palabra con nadie. En aquellos años, siendo un niño ante los ojos de mis abuelos, meterse en asuntos de adultos era duramente castigado. Y sobre todo, cuando los hechos demostraron que estaba equivocado. Por la noche quise escribir en mi libreta roja. Necesitaba descargar mis sentimientos una vez más. Nada de lo que había redactado hace unas noches estaba allí. Conjeturé que alguno de los abuelos había estado revisando mis cosas. Me jugaban una mala pasada. Habían arrancado esas páginas, su ausencia lo demostraba. Presioné la pluma fuertemente para escribir. Escondí el diario para que no lo encontraran. Esa noche tuve pesadillas.
Como ya expliqué, aquella lluvia se transformó en tormenta y duró toda la noche. A la mañana siguiente, la ventana ofrecía una triste postal pueblerina. Las calles estaban anegadas, los viejos paseaban con sus oxidadas bicicletas esquivando charcos. El sol pegaba de lleno en el agua acumulada, pero tardaría días en evaporarse. La entrada de la ferretería sobre la ochava estaba completamente sumergida en agua. Tras un breve intento de rellenarla con sus propios medios, el abuelo decidió concurrir a
Sólo recuerdo una tarde en la que el tranquilo pueblo de Coronel Benítez se conmocionó. Habían encontrado a don Pedro tendido sobre el banco de la plaza, muerto aparentemente por una falla en su corazón. Concurrimos al pequeño funeral. Nadie lloraba especialmente su muerte, ni siquiera su hermano. El párroco recitaba sermones, su fiel compañera Alicia mecanografiaba el acta de defunción para los archivos de
La tarde siguiente terminé de comprender las cosas. Paseaba por la plaza yendo de aquí para allá con la bicicleta. Lo vi a él, como la primera vez, revolviendo la basura y silbando un viejo tango. Los mismos ancianos que concurrieron la noche anterior a su velorio, hoy lo saludaban normalmente. Dediqué el resto de los días a investigar el extraño fenómeno. No pude registrar minuciosamente mis descubrimientos debido a sus particularidades. Recuerdo que luego de ganarme la confianza de Alicia, pude ver las actas de defunción y todas eran de hace veinte años atrás. No intenté buscar qué es lo que sucedió en el pueblo aquel año. Simplemente, la anomalía me tenía atrapado. No voy a negar que también me aproveché de ésta, obteniendo cientos de golosinas en la siempre llena despensa de don Pablo, que todos los días anotaba lo que me llevaba. Traté de enviarme una postal para verla a la vuelta, pero sé que nunca llegó. Era obvio que había pasado la noche en la oficina del Correo. No volví a escribir más en mi libreta.
Mi tía volvió por mí un día. Debían haber pasado unas tres semanas desde mi arribo. Pasó la noche en casa de sus padres y a la mañana siguiente volvimos en el destartalado tren. Allí me confesó que mis padres resolvieron separarse. Vi a mi vieja a la vuelta, pero luego se mudó al pueblo y nunca más supe de ella. Viví con mi viejo hasta que murió. Trabajo como redactor de un pequeño diario barrial.
Muchos años traté de volver a Coronel Benítez. No me resultó extraña su ausencia en los mapas. Supongo que el abuelo aún atiende su ferretería y que don Pedro continúa haciéndose rico. Aquí las cosas que escribo se multiplican en la imprenta publicación tras publicación. Allá una simple anotación era efímera como un relámpago. Los camiones abastecen constantemente a los supermercados. La despensa de don Pablo no necesitaba de camiones que repongan su mercadería. Hay pocas plazas, y están todas enrejadas. Tienen grupos de viejos en sus bancos, pero año tras año disminuyen en número. Ya no juego al fútbol desde que el médico me lo prohibió. Mis amigos se casaron y viven lejos. Algunos fallecieron, otros desaparecieron. La solución hubiese sido mudarse al pueblo indicado.
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